¿Quién
ha estado en el consejo del Señor y oyó su palabra? ¿Quién ha prestado atención
a su palabra?
…Mi
pueblo es destruido por falta de conocimiento.
Jeremías
23:18 y Oseas 4:6
En una
visita que mi esposa y yo hicimos a la Argentina, unos amigos nos invitaron a
una presentación cinematográfica producida originalmente en el país. La obra
trataba del robo de una mina de diamantes —si mal no recuerdo. Los delincuentes
fueron tan hábiles en su hazaña que la policía no pudo encontrar rastros ni
huellas de ningún tipo para acusarlos, ni mucho menos para condenarlos como
sospechosos. Para atraparlos, la fuerza pública se limitó a una vigilancia
constante, esperando un descuido, algún tropiezo que los descubriera. La pista
de la obra seguía uno por uno a los presuntamente culpables.
El primero
fue atrapado por vender clandestinamente uno de los diamantes a un joyero que
en realidad era un agente de la ley encubierto. Otro le hizo confidencias a su
novia, contándole detalles de su delito; por supuesto, ella lo delató. El
tercer delincuente, consciente de que la policía usaba toda la astucia a su
alcance para crear las circunstancias de modo que cayera en sus trampas,
determinó que de ninguna manera lo iban a descubrir. Ese secreto y ese tesoro
lo protegería con toda la habilidad que poseía.
Lo que más
temía este último ladrón era decirle algo a un amigo, además pensaba que,
quizás bajo tortura, la policía lo forzara a hablar, o aun por medio de drogas
o químicos inyectados en un interrogatorio lo hicieran confesar su culpa. Así
que fue a la cocina y tomó un cuchillo. Lo afiló y, sacando su lengua con una
mano, se la cortó.
Mi señora y
yo nunca supimos el fin de la historia, pues con las gotas de sangre que
brotaron de la boca del presunto delincuente, salimos corriendo del salón.
El Problema De Las Palabras Sin
Sentido
Observarán
que quiero tocar el tema de algo que algunos, jocosamente, llaman el bla, bla,
bla de los predicadores. Es cierto que hay unos que desde el púlpito descargan
domingo tras domingo un chorro de palabras sin peso espiritual —en Norte
América llaman a esto ¡verborrea! Tenemos que admitir, la mayoría de nosotros
los predicadores, que podemos recordar ocasiones cuando fuimos culpables de
tales descargas ineficientes desde el púlpito.
Conozco a
muchos pastores, sin embargo no sé de uno que se haya cortado su lengua por
temor a decir lo que no debía desde su plataforma. Es interesante observar que
Jesús nos dice que por nuestra propia boca nos estamos condenando (Mt 12:36).
Quizás con un sermón habremos cumplido algún requisito eclesiástico dominical,
pero ¿le habremos faltado a Dios y a nuestra congregación hablando vanidades?
Si nos hemos parado livianamente ante el pueblo de Dios merecemos el reproche
de Jeremías.
¿No
es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra?
Por tanto, he aquí que yo estoy contra los [pastores], dice Jehová, que hurtan
mis palabras [se roban los sermones] cada uno de su más cercano. Dice Jehová:
He aquí que yo estoy contra los [pastores] que endulzan sus lenguas y dicen: Él
ha dicho. He aquí, dice Jehová, yo estoy contra los que profetizan sueños
mentirosos, y los cuentan, y hacen errar a mi pueblo con sus mentiras y con sus
lisonjas, y yo no los envié ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este
pueblo, dice Jehová.
El problema de los mensajes
preferidos
Esa Palabra
divina, que como martillo divino puede descender en cualquier lugar para
quebrantar las piedras más duras, si es ignorada por nosotros los predicadores,
si es mal usada de manera que pierde su efecto, ¿qué nos dirá el Señor? Seguramente
descenderá sobre nosotros mismos por no haber estudiado debidamente, por no
haber tomado el tiempo necesario para aplicar esa Palabra al mundo encadenado
en sus pecados. Cuando nuestra lengua inventa y proclama lo que no ha venido de
Dios, como si hubiera sido de Él, entonces viene la denuncia divina. No hemos
cumplido con nuestro potencial, no hemos aprendido a guardar nuestra lengua
para no decir falsedad. En lugar de cortarnos la lengua (hablamos
figurativamente), lo que ha salido de nuestra boca ha sido un río de palabrería
con cuestionables repercusiones.
Sé de lo que
hablo. Hace poco me invitaron para dar un devocional a los empleados de una
compañía cristiana. Acepté la invitación y, sin mucho pensar, saqué de mi
archivo «un mensajito» que opiné sería apropiado, sin darle más importancia.
Fui, pero mi lengua me denunció: le fallé a Dios, le fallé a la empresa que me
había invitado, y les fallé a los empleados que asistieron esperando oír algo
especial de labios de un ministro del evangelio. ¿Cómo les fallé? Pensando que
un sermón viejo serviría, que no era necesario pasar tiempo preparándome,
asumiendo que mi archivo podría satisfacer aquella oportunidad, fui en nombre
de mis fuerzas y con mis propias palabras. No les llevé una palabra de Dios. Fui
y cumplí mecánicamente, pero olvidándome de quién era (una persona llamada por
Dios para declarar su mensaje).
Malaquías,
en su profecía, denuncia a los pastores precisamente por la manera liviana en
que a veces ejercen su servicio a Dios. Seguro es que cuando como pastores
comenzamos a permitir imperfección en nuestro trabajo y ministerio, esa
imperfección se convierte con facilidad en hábito. Dios demanda arrepentimiento
y temor, de manera que eso nos impide servirle indignamente. Consideremos la
denuncia del profeta:
Si
yo soy Señor, ¿dónde está mi reverencia, oh sacerdotes que menospreciáis mi
nombre?, os ha dicho Jehová de los ejércitos. Vosotros decís: ¿En qué hemos
menospreciado tu nombre? En que ofrecéis sobre mi altar pan indigno. Pero
diréis: ¿Cómo es que lo hemos hecho indigno? Pensando que la mesa de Jehová es
despreciable. Porque cuando ofrecéis un animal ciego para ser sacrificado, ¿no
es eso malo? Lo mismo, cuando ofrecéis un animal cojo o enfermo. Preséntalo a
tu gobernador. ¿Acaso se agradará de ti? ¿Acaso se te mostrará favorable?, ha
dicho Jehová de los ejércitos.
Igual lo
hizo Ezequiel en su día (Ez 13:8). Por tanto, como pastores necesitamos evaluar
nuestra palabras para estar seguros de que no «hablamos vanidades». Necesitamos
criticarnos a nosotros mismos para no ser «pastores que destruyen y dispersan
las ovejas [del] rebaño» (Jer 23:1). Al no tener mensaje de Dios, temamos la
tendencia de sustituir con palabras vacías lo que Dios hubiera querido que su
pueblo oyera. Hemos sido llamados para dar al pueblo de Dios contenido
espiritual, para dar dirección correcta e instrucción divina al pueblo.
El Problema De La Modernización De
Nuestro Mundo
En los
próximos párrafos, para enfatizar la importancia de ensalzar esta poderosa
Palabra de Dios en nuestros sermones, quiero tomar unas ideas que salen de un
análisis que hizo el teólogo David F. Wells de Gordon–Conwell Seminary en su
libro Losing our Virture . Pudiéramos opinar que introduzco material que no
tiene nada que ver con la predicación, y mucho menos con el tema de este libro:
Cómo ilustrar sermones. Al contrario, tomaré el espacio necesario para hacer
ver la íntima relación que existe entre nuestra cultura y la gran necesidad de
sermones que lleguen a los creyentes con impacto y poder.
Wells
analiza al continente norteño. A su vez, de lo que él nos dice yo buscaré
algunos paralelos que hay con nuestra cultura latina. Tomaré esas semejanzas
para rehacerlas y aplicarlas a nuestro mundo hispano. Aclaro que el génesis de
los conceptos vienen de Wells, no son míos, aunque al repetir sus conceptos
usaré experiencias personales para mostrar parentescos. Mi esperanza es que
este estudio nos ayude a comprender por qué la Iglesia ha cambiado tanto
—incluso el contenido de la predicación— en estos últimos 20 años.
En una
escala sin precedentes estamos viendo el nacimiento de una cultura mundial
nueva. Esta cultura no viene como resultado de conquistas, como sucedía en el
pasado, sino ahora de lo que llamamos urbanización. Por ejemplo, cuando inicié
mi ministerio en Cuba en 1953, el ochenta por ciento de la gente en nuestro
mundo latinoamericano vivía en el campo. Ya, para fines de este siglo, ese
mismo porcentaje vive en las ciudades —y somos manejados por el capitalismo, es
decir, producimos efectos mercantiles o prestamos servicios (mecánicos,
vendedores, secretarias, etc.) que son básicos para la vida moderna. A su vez,
apreciamos todos los adelantos e inventos que nos ha traído el capitalismo.
Sabemos que los sistemas de nuestro mundo capitalista no podrían funcionar
adecuadamente a no ser por el avance fenomenal de la tecnología, por ejemplo,
la computadora. Pero en cosas e inventos no se ha detenido nuestra sociedad.
¿Se ha puesto a pensar en los cambios sociales —y morales— producidos por el
invento del automóvil? La autonomía, la independencia y las posibilidades que
solo ese invento nos ha dado.
La
tecnología también está transformando nuestro mundo por medio de las
comunicaciones. La televisión nos muestra cómo viven, hacen y piensan los que
viven en otros continentes —reduce el mundo y nos lo mete en la misma sala. La
televisión no solo nos muestra costumbres e ideas nuevas, modos distintos de
vivir y pensar; nos va moldeando poco a poco e insistentemente a formar parte
de esa nueva cultura universal. Es decir, nos convence de lo correcto y
conveniente que es nuestra cultura. Cuando nos damos cuenta de que la persona
promedio ve cinco horas de televisión al día, nos percatamos de su potencia
para cambiarnos. Ahora llega el Internet que nos permite conversar e
intercambiar directa e instantáneamente con cualquiera, no importa donde sea
que viva en este globo terrestre.
Las ciudades
en que vivimos también cambian la manera en que pensamos acerca del mundo. Allá
en el campo nos conocíamos todos. Si no nos gustaba una familia, la hacíamos de
lado. Pero hoy en la ciudad, dado que la gente vive encima una de la otra en
esos gigantescos apartamentos, o las casas están aplastadas unas contra las
otras, no hay manera de eludir a los vecinos. Es interesante ver que un número
creciente de ellos vienen de otros países, con nuevas costumbres, comidas y con
nuevas y peculiares creencias. Ya que nuestra religión es distinta a la de
ellos y las normas y los tratos distintos —¡para no ofender!— comenzamos a vivir
privadamente nuestra propia religión. Así mismo esperamos que ellos vivan su
religión en la privacidad, pues lo de la creencia de uno debe ser algo personal
y privado.
¡Ajá! Sin
que nadie nos lo enseñe, hemos adoptado el secularismo: extraer del vivir público
cualquier cosa que tenga que ver con Dios y la piedad. El problema es que al no
ser pública nuestra vida espiritual, pronto ni en privado la vivimos.
Hace veinte
años nadie pudo haberse imaginado el mundo como es hoy. Como estos llamados
«avances» interactúan entre sí, y se alimentan mutuamente, pronto producen un
mundo totalmente distinto al del pasado. Deténgase un instante y piense cómo
vivíamos hace solo veinte años y los cambios radicales que hemos experimentado.
Pocos se quedan para vivir en la misma ciudad toda la vida. La gente se muda
con una facilidad y frecuencia nunca antes pensadas. Cambian de empleos.
Cambian de cónyuge. Cambian de vestido. Se van a otra iglesia. Se cambian de
moda. Lo que vale es lo nuevo; lo viejo se deshecha. Nada es permanente. Como
que el «cambio» es la clave dictatorial para nuestra nueva modernidad, se llega
a asumir (¿inocentemente? —quizás algunos hasta de manera inconsciente) que lo
viejo no tiene valor: ni la vieja generación, ni los viejos valores, ni la vieja
moral, ni la vieja iglesia, ni la vieja Biblia, ni el viejo Dios. Todo tiene
que ser nuevo. Nada del pasado sirve. Y como que parte de nuestra vida nueva
requiere deslealtad (para poder hacer tantos cambios), ideas de lealtad y
fidelidad llegan a ser como cadenas que tenemos que romper.
Lo
fascinante es que el hombre promedio, al pensar de este mundo nuevo y moderno,
se cree que vive en la más civilizada generación que ha existido sobre la
tierra. Mira los progresos de la medicina, los inventos de la industrialización,
la increíble tecnología, la aviación con su facilidad de llevarnos tan
velozmente a cualquier parte del mundo, mira los sistemas de comunicación desde
la radio hasta la cibernética, y concluye que somos los más inteligentes, los
más capaces, los más expertos, los más sabios, los superiores, los más felices
de todos los que hasta aquí han vivido.
Miden la
vida en base a parámetros cuantitativos en lugar de cualitativos. Se olvidan
(quizás por no conocer la historia del mundo) que este moderno mundo ha
eliminado la variedad para crear un mundo monótono. Por todas partes se toma la
misma Coca-cola, se visten los mismos jeans y camisetas, se luce la misma moda,
se usan los mismos colores, se montan los mismos autos, aviones, barcos y
trenes, se oye la misma música, se escuchan los mismos programas de radio
(aunque en distintos idiomas), se ve la misma televisión, se disfruta de las
mismas películas, se vive de la misma forma. Y hay aquellos que quieren hacer
de la Nueva Era la religión mundial. ¿Se puede llamar toda esta monotonía
«avance»? ¡A Dios gracias que no se come la misma comida… todavía!
El Problema De La Irreligiosidad De
Nuestro Mundo
Somos la
primera civilización importante de la historia que a propósito se establece sin
fundamentos religiosos. Toda otra civilización importante —sea la islámica, la
hindú, la católica, la protestante— siempre ha tenido una fuerte base
religiosa. La civilización moderna hace alarde de ser irreligiosa. Por ejemplo,
un creciente número de nuestra juventud moderna se jacta de no creer en
absolutos morales. Es decir, no creen que el adulterio o la fornicación es
pecado, ni que la mentira, ni aun el robo (aun si no perjudica a nadie) es
malo. La conducta moral la establece el individuo de acuerdo a la situación, no
la establece la Iglesia —ni mucho menos la Biblia. Además, de que haya una
verdad absoluta, universal, venida de Dios, es aceptado. Al contrario, tales
conceptos son absurdos. Hay muchas verdades. Cada sociedad tiene su propia
verdad. Nadie —ni nosotros los cristianos— tiene derecho de imponer sus reglas
o sus creencias sobre otros, como si lo que ellos creen fuera la única verdad.
Toda creencia tiene igual valor. Nadie puede pretender que haya una verdad que
debe ser aceptada por todo hombre en todo lugar y en todo tiempo.
Al propagar
este tipo de creencia, se ha creado un vacío espiritual en el mundo, pues no se
puede levantar un concepto por encima de otro. Lo único aceptado como legítimo
para todos es el placer. Disfrutar de la vida, gozar de la vida. No hay nada
más para darle sentido a la vida, sino el placer. El único con el derecho de
imponer algo es el estado, pues a través de los jueces y la policía se
controlan los excesos.
Como se ve,
al parecer la Iglesia ha perdido su poder para juzgar, para castigar y para
imponer normas morales. Estos derechos han pasado al individuo y al estado.
El Problema Del Mundo Que Invade
Nuestros Hogares
La invasión
que ha afectado a nuestro hogares ha sido insidiosa, aunque ciertamente no
silenciosa. Efectuó su entrada el día en que compramos un televisor. Recuerdo,
cuando joven, que se nos prohibía ir al cine, a veces con dichos insensatos,
como: «Si vas al cine va a regresar Jesús en las nubes y allí en el teatro te
dejará». Temblábamos al cruzar por el frente de un cine, sin ni aun atrevernos
a leer los carteles pecaminosos, al contrario, mirábamos hacia arriba, al
cielo, para ver si acaso Jesús se asomaba. Pero ahora, ¿qué ha pasado? Un
aparato en el lugar más central de la sala proyecta exactamente las mismas películas
—a veces algunas mucho peores— y ahí inmóviles las tragamos todas.
«Oh,
incongruencia, ¡eres una joya!» decía el sabio Shakespeare, sin imaginar que
nosotros los evangélicos seríamos los más incongruentes con nuestras reglas
morales.
Ese aparato
nos hace posible viajar por el mundo sin límites de distancia ni de idiomas.
Nos abre la puerta al pensamiento más raro y a las costumbres más extrañas, al
punto que ya nada nos parece ni raro ni extraño. A don Francisco lo hemos hecho
más real y atractivo que a los vecinos del barrio, y a Sábado Gigante el
entretenimiento más gustoso de la semana —preferible antes que el culto
dominical. Ya, al ver cómo se visten (o dejan de vestirse) las chicas en la
televisión, ese modo de vestir es el mismo que lucen nuestras hijas en las
calles. Y la lujuria en los ojos de los hombres que las admiran, es la manera
aceptable de ver al sexo opuesto.
En nuestros
hogares, por medio de un simple aparato, ha penetrado el mundo, y lo tildamos
de «avances técnicos». Por esa pantalla —y no desde el púlpito— fluyen los
conceptos de moralidad, de conducta, de pensamiento, de modernidad. Ese pequeño
aparato toma el pensamiento de la gente más impía —antidiós— del mundo y las
filtra, pedacito por pedacito, a nuestras salas en maneras que las podemos
saborear, masticar y digerir, sin darnos cuenta de lo lejos que están de Dios y
su Santa Palabra.
Con un poder
casi omnipotente nos dominan esas imágenes que destellan hora tras hora, día
tras día. Nuestra frágil psiquis, bajo el peso de tanta información,
rápidamente pierde su capacidad para discernir entre lo bueno y lo malo.
¿Qué
posibilidad tiene el pastor, una vez a la semana, de contrarrestar toda esa
falsedad en cosa de una hora? Lo que hemos estado viendo, escuchando y
aceptando un promedio de ochenta y seis horas a la semana es tan persuasivo
que, cuando oímos la verdad divina los domingos, nos es casi imposible
reconocerla como verdad de Dios.
Bajo tal
influencia, ¿quién gana? ¿Dios o el mundo?
Pregúntele a
un joven cristiano promedio lo que opina acerca del divorcio. Hoy, para la
mayoría es una opción aceptable, a pesar de que Dios dice que «odia» el
divorcio (Mal 2:16). Pregúntele lo que opina del sexo fuera del matrimonio,
diría que eso no es pecado, no importa lo que Dios dice. Pregúntele respecto a
la mentira, el alcohol, la danza, las drogas, el placer y encontrará que para
él todo es relativo, no hay una verdad absoluta. Pregúntele acerca de lo más
importante en la vida, diría que es gozarse, disfrutar de la vida. Hoy, ¿a
quién se le ocurre que lo más importante de la vida es agradar a Dios y buscar
la voluntad de Él? La gran mayoría de las respuestas de la juventud cristiana
moderna a las preguntas fundamentales de la vida es mucho más afín a lo que
creen los no creyentes que a lo que enseña la Palabra de Dios.
¿Por Qué Esta Exposición?
Simplemente
para apuntar la increíble importancia de la predicación en nuestros días. Hace
falta nuevamente estimular la reverencia ante el púlpito como el lugar central
seleccionado por Dios para que sus santos escogidos hablen al pueblo. Hoy día
ese púlpito está comprometido por mensajeros que Dios no ha llamado, por
entretenimientos que Dios no ha ungido, por sustitutos que Dios no ha escogido
como medios para hablar a su pueblo.
Necesitamos
hombres de Dios, que cuando suban al púlpito nadie dude de que Él los ha
enviado para hablar en su lugar. Hombres autorizados por Dios, llenos de la
Palabra de Dios, que con sabiduría y capacidad puedan para hacer volver el
pueblo a Dios. Hoy día, ¿dónde están esos pastores?
Conclusión
Por
tanto, pastores, oíd palabra de Jehová: Vivo yo, ha dicho Jehová el Señor, que
por cuanto mi rebaño fue para ser robado, y mis ovejas fueron para ser presa de
todas las fieras del campo, sin pastor; ni mis pastores buscaron mis ovejas,
sino que los pastores se apacentaron a sí mismos, y no apacentaron mis ovejas;
por tanto, oh pastores, oíd palabra de Jehová. Así ha dicho Jehová el Señor: He
aquí, yo estoy contra los pastores; y demandaré mis ovejas de su mano, y les
haré dejar de apacentar las ovejas; ni los pastores se apacentarán más a sí
mismos, pues yo libraré mis ovejas de sus bocas, y no les serán más por comida.
Porque
así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y
las reconoceré. Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio de
sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de todos los
lugares en que fueron esparcidas el día del nublado y de la oscuridad … Yo
apacentaré mis ovejas, y yo les daré aprisco, dice Jehová el Señor. Yo buscaré
la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré la perniquebrada, y
fortaleceré la débil; mas a la engordada y a la fuerte destruiré; las
apacentaré con justicia
(Ezequiel
34:7–12, 15–16).
Thompson, Les: El Arte De Ilustrar
Sermones. Miami, Florida : Editorial Portavoz, 2001, S. 137
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